Lo último que queda, el fondo, lo miro y pienso para mí: «no me gusta el desperdicio». Lo observo, me veo en el reflejo de él, hecho fondaje. Estiro la mano desganada y levanto la jarra por inercia. Ahí está mi vaso, indolente, insufrible. Muevo la muñeca, ladeo y no busco el ángulo, solo quiero no desperdiciar. Sale el chorro, cae en el borde, sale del borde, se desliza por la pared y gotea en la mesa. Se hace un charco, se mueve el jugo y ahora lloro. Me digo: «Ay no! qué desastre!» y me duele, o actúo como que me duele y pienso: «este jugo sabía que yo no lo quería». Con una toalla desechable recojo su paso antes que lo hagan las moscas. Tengo en la boca un sabor amargo de jugo, o fondaje de jugo no bien aprovechado, como si lo hubiera querido beber en primer lugar.