Iré a los pies de una montaña,
de una montaña triste,
sin verde, sin aves, erosionada;
para tomar de ella prestada una roca,
encrespada, tibia aún del sol de mediodía.
Me la echaré a las espaldas,
frotaré con ella mis zonas afiladas,
se me hará polvo en la nuca,
y quizás me caiga en la frente
su brillo de metal escondido.
La regresaré a su esquina,
a su pedacito de sierra.
Me alejaré como hago siempre,
mirando una vez hacia atrás,
sin completamente voltear el rostro.
Quizás le llegue a ver la sonrisa
de haberme pulido los bordes,
de haberme ablandado con su roce áspero
la rigidez de mi andar.
Y será de noche,
Y podrá ver en mí el destello
de su mineral crudo.
Y podré ver sobre ella, al fin,
el revolar de las aves.
