La historia de (las) mis cosas.

Me gusta reciclar, cambiar poco de objetos, preservar decoraciones, volverlas reliquias. Mantengo en mi clóset el vestido que estrené cuando cumplí 18 años, eran otros tiempos y otras tierras. A veces lo tiendo sobre la cama, recuerdo como lo ansié desde que lo vi en la vidriera, con su color café, sus lentejuelitas azul-grisáceo y sus vuelos que chorreaban desde mi hombro hasta la rodilla. Atesoro también un anillo barato con forma de cruz y piedrecita verde (siempre el verde, sí). Me lo regaló una amiga que sabía de mi fe y de la obsesión por el color esmeralda. Está desteñido, entre los pocos anillos que poseo, guardado como joya cara.

Así, pretendo dar historia a cada cosa que me es útil o que simplemente a mí llega. Tengo esta romántica idea de darlas en heredad en algún punto. Me he mudado a una nueva ciudad donde es regla escrita en la atmósfera no botar botellas, ni sogas, ni casetes de música. La gente aquí no bota las cosas que ya no usan, reconocen el valor que tienen y que, si de alguna forma no les sirvieran ya, a alguien más lo harán. Así uno se pasea y encuentra cajones llenos de artículos arcaicos y modernos, con el letrero: “tome lo que necesite”.

Pudiera hacerlo, admiro el desprendimiento y apreciación por el valor humano, de recursos y tiempo puesto en cada objeto, por pequeño que sea. Pero quiero ser de los que compran poco y botan menos, de quien envejece añadiendo anécdotas a cada desteñido, cuarteamiento, o rasponazo de sus cosas. De alguna manera creo que un pedazo de uno también está en cada cuerda empatada, en cada grieta disimulada con pegamento, precinta o pintura. También somos lo que atesoramos.

Foto de Maria Orlova encontrada en https://www.pexels.com/photo/cup-of-espresso-on-wooden-table-at-home-4906140/