Tengo un Charlie Chaplin envuelto en sangre que me observa. Pareciera que llora cuando me mira. Le he cosido los labios para que no me juzgue.
Fue un regalo de un primo que no es primo, que dejó el pincel en los sueños y ha regresado a ellos a buscarlo, que le gusta el silencio y también el cine, no tanto el negro y el blanco.
Dicen que a falta de un sentido otros se desarrollan. Mi Charlie sin voz tiene un oído grande, para escuchar de mi lado del cuarto los sonidos que nadie me ha enseñado, que a nadie enseñan, pero son, quizás, parte de esos que acompañan a la supervivencia del más fuerte. Los sonidos también determinan la selección natural.
Tiene sus manos cerca del pecho, para coreografiar la danza del pan, o para llevarlos más fácil a los ojos en las horas espesas del silencio.
Y brilla a contraluz, creo que suda de espanto, o de fiebre, como un testigo sin corte donde declarar.
