Yo no puedo contemplarme de afuera, no puedo salirme de mí y espiarme.
Pienso y no estoy consciente que pienso hasta que me detengo a pensar en cómo pienso. ¿Saben? eso de arañar la pintura de la pared para ver la capa de abajo, la que le precedió.
Amo y no sé cuánto o cómo amo hasta que amo más o amo menos, o amo diferente, porque creo que sí, que se puede amar por escalas, y no es ni la de Saffir-Simpson, ni de Richter.
De niña decía que amaba a mi prima del tamaño de una ventana, y a mi hermano del sol, a mi papá como el universo y a mi mamá del tamaño del universo más un microbio. De niña no me cuidaba tanto de no herir a las personas, no pensaba alrededor de lo que decía, mucho menos de lo que pensaba.
Yo no puedo desprenderme de mí misma, ser el ser que nunca conoció este cuerpo, esta alma enrevesada. Hubo un tiempo que cerraba los ojos e intentaba pensar larga y hondamente que yo no había nacido donde nací, que no era quien decían que era, que todo era un embuste, y sólo si apretaba fuerte las pestañas contra la cara despertaría y podría ser alguien más. El ser que sería no lo sabía, porque nunca me habían permitido separarme de mí, nunca me habían permitido ver más allá de mí.
Ahora es diferente, al fin. Si me asomo a mí, egoístamente, egocéntricamente, cerrando las manos como embudo alrededor de mi boca y lanzando un grito seco, se me devuelve la sequedad de planeta sin vida, pero en eco, que es decir algo.
Sin embargo, al asomarme a eso que dejo mientras soy, como hilo de agua derramada en el camino (que aunque vuelvo a buscar jamás encuentro, que aunque quiera repetir jamás lo logro), a la sonrisa dejada en alguien, a la contemplación de un sentir compartido y cómplice, comienzo a conocerme y reconocerme en todo el andamiaje que he cargado desde que se me empujó del vientre a la crueldad del mundo.
Y cuando miro a la bóveda negra, manto de astros, a la luz recogida y compacta en una gota quieta sobre la piedra, a la última flor que se abre, que siempre creo es la más linda de todas, hasta que veo otra, allí empiezo a reconocerme. Es como un recuerdo que me llega, no de otra vida, sino de lo que siempre ha importado para ser, de lo que me hace ser.
Aún no puedo arrancarme de mí, miro desde los mismos ojos en la misma cara, pero me lanzo al mundo, para mirar como soy mirada, conocer como he sido conocida. Y todo lo que me mueve, lo que me remueve de verdad, es lo que observo. Entonces veo la luz de la que tantos hablan, quizás de oídos. Comienzo a ser feliz. Porque uno no comienza a ser verdaderamente feliz hasta que se ve y se acostumbra a sí.
Foto de Spencer Selover encontrada el Pexels