«Lost and found» in O’Hare International Airport

Una hora sentada en el asiento de la ventanilla. Siempre la ventanilla, para mirar las nubes cuando se ponen espesas sobre la ciudad, y con suerte, la arrebolada, cual hornilla hirviendo. El piloto anuncia la tormenta eléctrica y dice que no recibe aún autorización para despegar. El vecino de al lado respira cada vez más hondo. Puedo sentir el aire chocar con las paredes de su cuerpo, rebotar y salir, con la precisión de un reloj de cuerda. El del pasillo comienza a hablar por FaceTime en un idioma que reconozco y entiendo. Por unos cinco segundos miro fijo a ningún lado para descifrar esta lengua familiar. A veces no puedo mirar y oír a la vez, lo mismo cuando manejo, el volumen todo abajo para ver bien la dirección a la que se anuncia ya su arribo. ¡Es portugués! Finalmente grito para mí como quien dispara con emoción la respuesta acertada en un juego de Trivia. Me revuelvo en el asiento, devoro esta novelita que me encontré por casualidad en una librería ambulante en el oeste de Filadelfia y que tantos puntos de contacto le encuentro con mi realidad. Quiero escribir, pero el teléfono es muy incómodo. Intento encontrar la laptop para llevar mas fácil la espera. Busco en el bolsillo del frente, del medio, rebusco, incrédula vuelvo por la senda transitada. Desconcierto. Fuck! Fuck! Fuck! Ya sé que soy despistada, pero esto es demasiado. ¿Y hasta ahora me vine a percatar? Me levanto como respondiendo a un resorte en los pies, o una espina de pescado en el asiento. Los vecinos se levantan, se quitan del camino, reconocen mi cara de perturbación y se mueven sin chistar. Corro a la azafata. ¡Necesito bajarme! Necesito regresar a la terminal. Ambos me miran con sus ojos azules agrandados, como miran los gringos asustados, que hacen de una gota un aguacero y de una tormenta el fin de la existencia humana. Pero esto es casi lo mismo, pienso. Intento explicar rápido todo lo que pasa por mi mente. En retrospectiva sólo pudo ser en el punto de seguridad. Explico mi versión. Desde detrás de sus mascarillas usan su voz más piadosa para transmitirme algo de paz. Creo que piensan que puedo ser buena candidata para formar un espectáculo digno de ser televisado. Claro que no, pero ellos no me conocen. Una cosa que he aprendido en este país es que quien no grita no es escuchado. Y sí, tuve que venir al monstruo para aprenderlo, porque en mi país no hace diferencia si eres mudo o hablas con altoparlante.

Explico que es una computadora cara, que hay mucha “scientific data in there”, que la necesito para una presentación. Y la lengua se me enreda entre inglés y español. Lengua traicionera, cuando más la necesito me juega estas malas pasadas. Intentan ayudar, lo sé. Llama a este número, llena esta planilla, abre el “Find my” app, bloquéala y así nadie puede acceder a tu información, si regresamos a la puerta de embarque puedes ir al punto de seguridad y preguntar si la vieron. Son todas respuestas compasivas. El avión no se mueve de lugar, está martillado en esta terminal, se ha posado en el concreto como mosca intrusa sobre un merengue blanco, no se dirige ni al destino ni al origen, pero succiona el dulce sabor de nuestro agotamiento y desesperación, de mi agonía que va en aumento exponencial. Tres horas, y se les escapa que es el tiempo que por ley si un pasajero se quiere bajar tiene el derecho a hacerlo. Nos bajan, en una terminal que no nos quería. Esto es un “international building”, deben regresar al lugar de donde salieron, no hay acomodaciones, no es culpa de la aerolínea, es una situación climatológica, aquí hay un código, úsenlo, consíganse un hotel, el vuelo se les va a pasar para otro horario. Es muy tarde, esperaron tres horas, todos los hoteles están llenos o son demasiado caros, ya los shuttles no pasan después de cierta hora. Fuck! Fuck! Fuck! Al menos puedo regresar y recuperar mi computadora. “Creo que tienes una luz muy grande, la tormenta es para que recuperes tu laptop” dice en inglés con acento portugués el vecino del vecino.

Corro, subo escaleras, bajo escaleras, pregunto, vuelvo a preguntar, hablo con el policía del aeropuerto, con el oficial de la estación de seguridad de la transportación, con la señora que limpia el piso. Todos tienen una versión diferente. Finalmente entro por un pasillo misterioso, subo un elevador misterioso, llego a una oficina que están mudando de lugar. Me abre un hombre grande, grueso, con ojos color miel, ojos de “nomemolesten”. Esta no es ya la oficina de “lost and found”, dice. Pero algo ve en la franja entre mi mascarilla y mis cejas este ser inmenso. Ve algo que le suaviza el semblante, se le ablanda la miel cristalizada de los ojos. Habla en español muy malo y en inglés y en spanglish y dice “más mejor” y quiere ayudar. Me deja entrar a la oficina y tomar asiento. Hace llamadas, manda emails, pregunta a una oficial que iba camino a su casa. Ayuda con intención de ayudar. Ayuda para hacerme la noche más alegre en medio de toda la tortura que me sale a borbotones por encima y por debajo de la mascarilla. Todavía hay personas que quieren hacer bien y van mas allá de su “deber”. Algo vio en mí este ser que le ha dado deseos de convertirse en héroe. Quizás me vea como un pajarito sofocado por una migración agotadora, y quiere ser la fuente donde me pose por unos minutos, y sumerja las alas y el pico y chapotee. Me deja que le explique mi frustración, que le haga el cuento de la buena pipa. Al final no resuelve mi problema, pero lo hace más llevadero, me da esperanza, me dice que mañana, en una oficina. Explica los recovecos para llegar a la oficina, anoto, memorizo el laberinto en mi mente, pero anoto. No confío tanto en mi mente. Si abrieran mi cráneo me verían muchos Post-it amarillos colgando de los sesos, con notas, versos a medio terminar, presupuestos, lugares que visitar, palabras que me gustan, que robo y que busco en el diccionario unas cinco veces hasta al fin tenerlas en la punta de los dedos cuando me electrifique la inspiración. La oficina abre mañana, a las ocho, puedes ir directamente, si la recogieron está allí. Son las 12 am, yo prefiero ir ahora, localizar ese lugar de gloria. Hago llamadas que se quedan en espera con instrumental monótono. Solo por el instrumental y la voz robótica de operadora dan deseos de tirarlo todo por la borda. ¿Quien les habrá dicho que es la mejor manera que el del lado de acá espere por una persona real? Esa musiquita la siento como agujas clavándoseme en la espalda, en la planta de los pies. Me desespera. Son 20 minutos, una voz entusiasta responde y con la sonrisa te clava la puñalada. “No ma’am. We only have a King bed for 240 dollars a night. That’s the last room. No, the shuttle runs 30 minutes before 4 am, and then every hour”. Fuck! Fuck! Fuck!  Ok, I’m gonna call you back (I’ll never call you back partida de oportunistas!).

No queda de otra que dormir en el salón donde muchos otros están durmiendo, con sus bultos y maletas de almohadas o como barricada. De pronto entiendo algo a los homeless. En menos de dos horas me desprendo del pudor, y solo quiero recostar la cabeza. Me siento como una plumita de aura atrapada en un vendaval. Ya nada importa, solo el cuerpo incómodo, las prioridades se imponen. Merodeo en busca de un rincón donde tirarme, trozo de gato entre tantos perros. De nuevo otro pasillo, otro elevador, un letrero donde se lee “Chapel”. Si hay una capilla quizás haya bancos viejos, largos y planos. Sigo las señales y encuentro el lugar de oración con cesticos para dejar donaciones. Hay un hombre joven adentro que encontró este refugio antes que yo. Sin remilgos entro y me establezco. Quedo suspendida en la quietud de una insinuación de rezo. Mi presencia pequeñita y sigilosa lo pone al descubierto. Mi silencio le grita a su silencio, lo eleva, le mueve los pies y le ordena ¡márchate! Es obediente, estoy sola en mi aposento, me tiendo en el suelo, me levanto, me siento, intento posiciones para seducir al sueño, muero de frío, tiemblo, y mientras tiemblo pienso que tiemblo y eso anima al temblor. Leña al fuego, solo que en este caso era una pluma de aura lanzada al glaciar. Son las 2 algo am, corren siglos, entonces son las 3 am. 

Desde mi suite puedo observar la majestuosa salida del sol sobre los aviones estacionados al otro lado del cristal. Qué horrible sacrilegio, sin embargo, sonrío. A veces sonrío a los sacrilegios. Después del sacrilegio llega la misericordia. Hago cosas de gente somnolienta con esperanza, y luego voy a la oficina gloriosa. El oficial dice que va a estar cerrada, es muy temprano. No tengo nada mejor que hacer, respondo. De nuevo la mirada compasiva sobre el perro apaleado. Pero el perro va moviendo la cola y lleva las orejas paradas, y salta de alegría cuando la ventana se abre y la persona de adentro tiene ojos gentiles, busca entre decenas de objetos desatendidos y saca algo de aspecto metálico que se enciende con un sonido reconocible. El perro está apaleado, sí, pero casi quiere pasarle la lengua a la tormenta con truenos, al oficial, al inmenso ser de ojos color panal y también a la que limpia el piso.

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