Viví en una casa de madera, cerca del centro de una ciudad colonial de adoquinados callejones. La casa, decrépita, sostenida por la gloria de sus palmas reales, entre el cocal y los raíles de una línea de tren, de espaldas a los transeúntes, tabloncillos verdes, ventanas de dos alas detrás de balaustres torcidos y de una malla metálica medio oxidada sin otro fin en la vida que mantener a raya a los grillos nocturnos y a los mosquitos de verano, era un chalé americano sembrado en el medio de una mini finca citadina.
En las noches, en el banco del portal, era fácil sentir el cóctel de olores pegársete a la piel: la resina de los primeros mangos del barrio, la acidez del vinagre de la fábrica del fondo (única en el país, orgullo de nadie), el humo de la locomotora sin vagones. En las mañanas, cuando era sábado, el cerezo brillaba más, la tierra olía a tierra, y aún los tinajones sudaban la noche.
Había un mangal espléndido detrás de la casa, envidia de los vecinos. Fue, entre otras, la herencia del señor Pedro, mi abuelo que no era abuelo, porque nunca tuvo hijos, salvo mi madre que no era su hija. De él sólo tuve una foto suya conmigo en brazos en mi primer cumpleaños. Ya tenía en esa foto el rostro en otra vida. Ni la celebración podía desprender su mirada del sufrimiento de irse de nuestra dimensión física, aunque en tiempo, antes de tiempo. Aún así, la bondad le surcaba la frente, el perímetro de los ojos, el cuello. Mi abuelo Pedro y mi abuela Pilar sembraron muchos árboles frutales con la idea de que sus nietos los disfrutarían. Sus nietos, todo el vecindario, y gente de diferentes esquinas de la villa de Santa María del Puerto del Príncipe comieron de la variedad de sabores de esta fruta amarilla que en tiempos de hambre alivia la miseria de los cubanos. Jugo de mango, batido de mango, ensalada de mango, mermelada de mango, dulce de mango en almíbar, si pudieran jugar al mango o bailar el mango lo harían. No por gusto formamos en un dos por tres un arroz con mango.
Pilar y Pedro, pe y pe, de este y otros matrimonios de medio siglo me vino la extraña convicción que son felices esos esposos cuyas iniciales comienzan con la misma letra. De niña pensé que me enamoraría entonces, por fuerza y peso del destino de iniciales, de un tal Gerardo, Gabino, Gabriel o Genaro. Me enamoraría de un hombre mayor porque nadie que nació en mi década se llamaba así, y no había forma de poderlo evitar. Por suerte no demoré en desmantelar esta doctrina cuando fui sabiendo los trapillos sucios, infelicidades y “aguantes” de muchas uniones con inicial al cuadrado.
Regresemos a la casa, o mejor dicho, al patio mágico de la casa. No sé si era la astronómica blanca y rosada desparramada en el suelo, o quizás las granadas que a nadie seducían. No sé si eran los bejucos abundantes que formaban cortinas entre la mata de güira, en el rincón más místico de aquella mini jungla. La güira es en sí un fruto místico, duro por fuera y gelatinoso por dentro, con poderes, según Pilar, de arrancar la infertilidad de cualquier vientre. Quizás fueron los “grifus” (pomelos) que se devolvían a las entrañas de la tierra ante la indiferencia nuestra. Pero ahí llegó, la criatura más extraordinaria que hubiera visto. Ojos incrédulos y estupefactos, yo estaba allí, presente, con la respiración silenciada, para no ahuyentar el milagro. Aún tenía mis manos húmedas, sosteniendo la sábana con olor a sol. Yo he estado allí por muchos años, hoy lo he sabido.

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