Arquita

Bíblicamente el mundo no terminará por agua. Hay un puente colorido entre la tierra y el cielo que no es meramente la reflexión de luz por el agua en la atmósfera. Esperen para emitir el juicio que les sale por la boca en este instante. Yo hago ciencia, me han dicho y me digo, y también hago la tarea de creer sin evidencias, aún. La ciencia es interrogarse basado en asunciones, creer que hay una respuesta escondida, una explicación ignota a un problema vigente. La ciencia es interpretación de misterios. Yo interpreto algunos misterios, otros, me explican a mí. Yo hago la ciencia elevada del creer.

Creo que no habrá desvanecimiento del mundo como lo conocemos a través del líquido de vida, ya sea del cielo o de las entrañas de la tierra, ya sea precipitado o derretido de cada extremo puntiagudo del globo. Pero ya fuera lo mismo por inundación o por reducción a cenizas, quisiera tener una arquita, sí, el diminutivo de arca.

Será chiquita como yo. Contendrá una caja con tubos de secuencias genéticas en forma de plásmidos -para que sean estables a temperatura ambiente por un largo periodo de tiempo. Tendrá también el cuaderno de canto dorado que me diera mi «roommate» para escribir poesía, y un lápiz. Cualquier equipo electrónico sobraría sin fuente de energía. Y cualquier energía, otra que la humana, estaría en exceso igualmente. Tendrá una Biblia, obvio, y algunos de los versos sencillos de José Martí.

Si no pudiera elegir a nadie más que yo, por limitación del espacio en mi arca pequeñita, me tendré que contentar conmigo misma y los trozos de la gente que amo personificados en objetos simples: una funda de almohada bordada con mis iniciales por mi mamá – para que no se me olvide como me nombraron una vez fuera de su útero- un pulóver de los Braves con alusión a su victoria en el último campeonato de béisbol que me regaló mi papá, un colibrí tallado en madera que me dio mi hermano, la figurita de la pirámide de la luna de Tenochtitlán que me obsequiara mi querido amigo, el anillo de fantasía con piedrecita verde que me diera mi amiga tiempo antes de dejar mi país, y el granito de lenteja que guardo dentro de un cofre de unos diez centímetros cuadrados acompañado de la frase: “aquí cabe toda la gloria del mundo”.

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