A veces tomaba el lápiz, se miraba al espejo, hoja prensada debajo del borde de la muñeca. Sentada, miraba el papel, blanco, liso, como el cristal que tenía enfrente. Pasaba el lápiz por las curvas del rostro, el perímetro de la ESE de la ceja derecha bajando por la nariz a la fosa nasal izquierda, dentro de los ojos abiertos, sin parpadear. Dibujaba uno a uno los cabellos finos de las pestañas, y miraba el papel. Su rostro era una pieza musical, y mirarse dejaba palabras, tan leves que si hablaba encima de ellas podrían salir volando como partículas de polvo, aunque el polvo no vuela. Volar es moverse voluntariamente, es inversión de energía e intención. Volar es abajo, arriba y adelante. Es meta. Las palabras que salían como partículas de polvo realmente flotaban. Se suspendían como cosa arrastrada por el viento y sin rumbo, su destino era obra del azar. Toda su voluntad era la del viento.
A veces miraba al techo, con un movimiento de nuca perezoso. El techo le decía “¿qué haces aquí?” Y en ese momento toda la habitación despertaba. La voz del techo retumbaba en las paredes que repetían: “¿qué haces aquí?” El suelo temblaba y hacía suya la misma pregunta. Las esquinas se abrían como los labios de una boca. La habitación era un coro de voces, y el eco entraba por su piel. Y ella toda se encontraba inquiriendo al espejo, “¿qué haces aquí?” Las letras sucedían, unas detrás de otras corrían a colocarse. Como hormigas veía la obediencia de las letras, en hilera, imperturbables en su faena. Entrando con un grano y saliendo en busca de más. La consecutiva erección de palabras fueron quizás todas las palabras nunca dichas por esos que no tenían respuestas. La luz en el papel encandilaba sus ojos, luz de sucesión infinita de todos los soles de este mundo y los que no conoce, o de un sol que alumbra muchos ojos.
Tomar el lápiz nunca fue intrascendente. El solo acto de levantar el lápiz debía desencadenar cierto efecto sobre el universo. El movimiento más sutil de elevación del lápiz provocaba una onda expansiva, liberaba una energía regenerativa. Golpear el grafito contra el papel era una experiencia alucinógena. Sabía que sus manos estaban allí, que era ella en ese lugar, que el mundo no giraba vertiginosamente; sin embargo, era transportada, y el pecho se le pegaba al espinazo, y era tirada desde adentro como si un remolino naciera en su ombligo, y toda ella girara sobre su eje más básico. El aire temblaba, se espesaba alrededor del cuerpo, se podía agarrar y morder. Y seguían las palabras saliendo como las niñas salen de las aulas de un colegio a la hora del juego, corriendo y alborotadas, pero sabiendo su justo papel en el entretenimiento temporario, en la distracción de los sentidos.
Imaginaba constantemente y rememoraba tiempos pasados. Su mente se movía entre hechos y ficción, entre memoria y esperanza. Todas las palabras que libremente concurrían a su auxilio, cuando se debatía entre realidad y ensueño, eran filtradas por su piel humana. Así distinguía, aunque mezclara. Toda fantasía y verdad traían su propio peso. Ella era, en última instancia, la balanza sobre la que descansaban. ¿Cuánto de cierto en las mentiras y cuánto de falso en las verdades? no importaba. Este andrógeno soplado al mundo es todo lo que puede dar, y es acaso lo mejor que pudiera ofrecer. Piezas de aquí y de allá, oreja de la infancia, nariz de un desamor, el ojo de ese a quién ha idealizado. Es una figura exótica lo que forma, y a veces no puede leerla, entenderla, darle rostro preciso. Sin embargo, dados cinco pasos atrás, mirando desde más lejos, la figura va develándose. Quizás otros, que miran desde la distancia, los que no están tan abrazados a este ser que nace y sigue naciendo y no se cansa de nacer, ven con más facilidad lo que se le presenta a los ojos. Cada miembro un azulejo, las palabras cementando y poniendo juntas las fichas del rompecabezas. Enorme rompecabezas, mural alto y de bajo relieve. Solo se puede entender un mural visto desde algunos metros de distancia. Solo se puede descifrar la figura saliéndose de ella y mirando con ojos enjuagados de predisposiciones.
Las palabras, sobre el papel y encima de ella, eran una presencia benigna.
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